MIS REFLEXIONES

Divagaciones con amigos a los que les PUEDE interesar lo mismo que a mí

BUSCANDO A MI INTERLOCUTOR

Uno de los rasgos que nos identifican como humanos es el de esperar/desear que nuestras acciones tengan alguna clase de influencia, positiva o negativa, sobre nuestros semejantes. Solemos considerar éxito el que nuestro trabajo consiga tener la mayor repercusión posible en nuestra Sociedad; y fracaso lo contrario, que nadie repare en nuestro esfuerzo. Sin embargo, creo que es erróneo e injusto adjudicar a la voluntad humana la exclusiva responsabilidad de sus éxitos o fracasos. Todos partimos de un determinado “status”, de pertenencia a una realidad geográfica, social, de educación etc, que en la mayoría de las ocasiones no resulta fácil cambiar. Nuestra vida se mueve dentro de unos ciertos márgenes de voluntad propia; y eso nos va a condicionar en dos direcciones: una, tener capacidad de influencia; y dos, poseer las condiciones idóneas para asimilar los mensajes que nos llegan. En otras palabras: no se puede generalizar ni sobre la actitud ni sobre la aptitud de nuestros interlocutores. Los que nos dedicamos a la narración, y más aún a la audiovisual, debemos tener esto muy en cuenta: antes de diseñar los personajes de nuestro relato deberíamos predeterminar su destinatario. Es una gimnasia mental que recomiendo a los que empiezan: estudiar y decidir de antemano quién va a ser nuestro interlocutor primordial; en qué edad, clase social o circunstancia personal lo imaginamos situado; qué vínculo va a mantener nuestra narración con él. Solo a partir de ahí, podré encontrar ese momento mágico, que todo cineasta busca y sueña, esa escena de nuestra película que de repente provoca en su espectador algo que ningún otro medio puede imitar, una emoción inesperada, que le conmociona, y se fijará en su memoria durante mucho tiempo. Por eso, en mi opinión, lo primero y más importante que uno ha de acometer, cuando decide dedicarse a la tarea narrativa debe ser el conocimiento, lo más amplio posible, de la Sociedad que le ha tocado vivir; lo que puede traducirse en el estudio del pasado, para intentar trabajar sobre una previsión de futuro. Eso nos ayudará a definir el perfil de nuestro interlocutor primordial. Evidentemente, siempre se busca la más amplia audiencia final, pero equivocaremos el camino si previamente no intentamos personalizar a nuestro espectador en la historia que vamos a contar. ¿Cómo es? ¿Qué busca? ¿Qué necesita? ¿Qué espera encontrar? Aunque en una encuesta a pie de taquilla, puedan oírse respuestas del tipo de: “Sólo deseo pasar el rato” o “Lo único que quiero es olvidarme de mis problemas”, lo que esperamos de una historia es que nos ayude a encontrar pautas de comportamiento. Cuando leemos un libro, o vemos una película buscamos, (quizá incoscientemente), algo que necesitamos; recibir un mensaje que ayude a completar ese otro aprendizaje, las propias experiencias; es con ambos que se va formando en el interior de nuestro cerebro el mapa emocional, ético, y moral que conforma nuestra vida. Esta divagación trae consigo tres premisas fundamentales que, a mi manera de ver, nunca debe olvidar el cineasta: 1.- Respetar a nuestro espectador; conectar con él dejándole margen para que su cerebro pueda trabajar. 2.- Buscar que el espectador sienta que él construye la historia junto a nosotros; que su imaginación colabora con nosotros. 3.- En definitiva, no contarlo todo; permitir que el espectador piense que él es necesario para construir la narración. Me temo que demasiadas veces, un cineasta que empieza se obsesiona en la búsqueda de su propio mensaje, de su propio estilo. Dejadme recordar aquí un consejo de Roland Barthes: “El autor debe ser ilegible, nunca debe estar detrás del texto, sino perdido en medio del texto. El nacimiento del lector implica la muerte del autor” Si lo menciono es porque yo ya pasé por esa disyuntiva. ¡Ah, la experiencia…!

LA EXPERIENCIA

Mi divagación comienza por preguntarme qué es la inteligencia. Dice el neurólogo Alberto Portera: “El cerebro es un órgano ávido de experiencias y de conocimiento. Lo que te hace, es el constante esfuerzo por intercambiar ideas; de pronto, te sorprendes de que tu cerebro haga cosas que tu no habías previsto; y te sorprendes cautivándote repentinamente por algo. Es porque tu cerebro está, continuamente, integrando series de datos, procesándolos, elaborando respuestas; desde la más elementales, como es retirar una mano cuando te pinchas, hasta no retirarla porque percibes en ella la mano de un niño.” Y Konrad Lorenz nos habla de la “neotenia”, la infantilización del adulto, como rasgo determinante de la especie humana. Esta infantilización hace que mantengamos, casi toda nuestra vida, una polémica activa e investigadora con el medio que nos rodea. Según Lorenz, el ente humano es un “ente inacabado.” O sea, que lo que llamamos inteligencia está directamente relacionado con el aprendizaje. Y el aprendizaje supone un inevitable cambio de comportamiento según van asimilándose los diversos fenómenos. Pero si aprendemos porque genéticamente estamos ávidos de conocimientos, resulta que, al mismo tiempo, parece que también estamos ávidos de transmitirlos. Desde que comenzamos a controlar la habilidad del lenguaje, sentimos la necesidad de comunicar nuestros sentimientos y nuestras experiencias. El niño que llega del colegio y corre junto a su madre, la mujer que se encuentra con una amiga en la calle, el hombre que busca la cercanía de un colega, se enfrentan a su interlocutor con el consabido “¿Sabes lo que me ha pasado?” “Te voy a contar lo que he visto…” Este me parece un imperativo genético mucho más difícil de calibrar. Jean Claude Carrière, dice que el hombre es, por naturaleza, un ser “narrador”; es decir, que gran parte de nuestra formación, social, moral y ética, nos viene, y a su vez transmitimos, a través de narraciones que escuchamos y emitimos a lo largo de nuestra vida. Según yo lo veo, la transmisión de experiencias, la necesidad de generar emociones en los demás, representan la base de ése impulso tan inequívocamente humano que llamamos arte, actividad artística. Y lo considero primordialmente humano porque entiendo que sólo entre los humanos puede darse esa manifestación tan misteriosa que es el cultivo y disfrute de lo que llamamos “arte”; y lógicamente no me estoy refiriendo ahora al concepto arte como habilidad laboral de los humanos, sino a ese apartado de la actividad humana tan difícilmente explicable y que ya veíamos surgir en las cuevas de Chauvet o de Altamira: “lo artístico”. Por qué la Sociedad Humana, tan diversificada que nos repartimos las distintas tareas (agrícolas, industriales, de investigación, de servicios…) necesarias para el desarrollo de nuestra especie, está dispuesta a mantener en su seno a unos seres, “los artistas”, cuya contribución al Bien Común consiste en la continua proposición de nuevos símbolos estéticos; y en muchos casos cuidando de ellos con un fervor místico parecido al que las abejas dedican a su reina, proporcionándoles un status lujoso, mimado, y con privilegios por encima de la media común. Es evidente, la Sociedad Humana siente la necesidad, yo diría que genética, de proteger a sus artistas. Divaguemos un poco más sobre “lo artístico”. ¿De qué estamos hablando? Dice Fernando Pessoa: “ El arte es la expresión de un pensamiento a través de una emoción.” Y Picasso: “El arte es la mentira que nos permite comprender la verdad.” Y John Updike: “Leemos ficción para descubrir que otros también tienen vidas secretas y así nos sentimos menos solos” Resumiendo: que lo que hacemos aquellos que dedicamos nuestra vida a fabricar “arte audiovisual”, es trasmitir conocimiento buscando la reflexión a través de la emotividad de las imágenes que creamos. Pero ese conjunto debe servir a una Idea. Y ahí entran en juego la responsabilidad y el compromiso. “El artista es mentiroso; pero el arte es verdad” (F. Mauriac)

EL COMPROMISO

En mi juventud, ese término era fundamental. No sé por qué, me parece que hoy día parece periclitado, “pasado de moda”. Permitidme recuerde una cita de Juan Luis Arsuaga (“Amalur”): “En los conflictos entre animales, se sigue la regla de la sangre, o de los genes, y los parientes se unen entre sí cuanto más próximos están. Nuestra especie es en esto claramente un caso especial, porque en las grandes confrontaciones ideológicas, los que no se conocen se unen entre sí, incluso para matar a los hermanos carnales. Somos una especie que elabora símbolos, que forma grupos que basan su identidad más que en genes compartidos, en símbolos compartidos, y que se vincula emocionalmente a esos símbolos. Así nos ha hecho la evolución; y el resultado es que somos demasiado fáciles de manipular: quien mueve los símbolos, también maneja nuestras emociones.” Los que nos dedicamos a la comunicación pública, debemos aceptar que asumimos un compromiso con la Sociedad. Podemos reconocerlo o no, ser o no conscientes de ello, pero para mí este inevitable compromiso es la primera idea que debe tener clara aquél que desee dedicarse a llamar la atención de sus semejantes, a crear y trabajar con símbolos. Tan responsable es el que publica novelas o artículos de opinión como el que graba con una cámara, o dibuja cómics; tanto el que realiza un diario como el que dirige una teleserie o un programa de entrevistas: es necesario admitir que en todo ello siempre hay un compromiso. ¿Y cómo reconocer la medida en que nos comprometemos? Recuerdo a Susan Sontag: “ Los dos polos del sentimiento moderno, son la nostalgia y la utopía. Quizá la característica más interesante de la época hoy etiquetada como “los años 60”, era que existía muy poca nostalgia. Fue, ciertamente, un momento utópico.” Personalmente, podría decir, siguiendo un concepto de Gramsci, que mi pertenencia a lo que se conoce como Izquierda, no es natural. Yo he de reconocer que no provengo de una clase social proletaria. El pequeño pero firme puñado de ideas sociales por las que siempre estaré dispuesto a batirme (intelectualmente) con cualquiera, llegaron a mí en mi juventud de los 60 y 70, procedentes de distintos foros todos ellos más o menos conectados con el mundo universitario. Por otro lado, está claro que el concepto de “izquierda” ha variado y continuará variando con el paso del tiempo. Pero eso no quita para que yo casi siempre tenga claro dónde estoy y dónde están los demás. Y que nunca debo de dejar de tener presente que todas las historias que cuente llevarán consigo, inevitablemente, un mensaje ideológico, que debo saber reconocer; porque de una forma u otra llegará a mi espectador, a aquél a quien he tratado de llamar su atención, a quien he intentado seducir. Y que de una forma u otra influirá en él. Personalmente, detesto las narraciones con un mensaje ideológico explícito; me aburren. Recuerdo lo que decía John Huston sobre la obligación de veracidad del guión, la herramienta fundamental del cineasta: “Esto es un guión de cine. Tienes que demostrarlo todo. La gente que ve el espectador en la pantalla son dioses. Lo sabemos todo sobre ellos: sus hábitos, sus caprichos. Pero no podemos tocarlos. No son reales. Representan algo, en vez de ser algo. Son símbolos. Y no se puede jugar al simbolismo con símbolos.” Por eso yo examino incansablemente las historias que me planteo tratando de buscar su posible vertiente ideológica y social. Que luego trataré de entretejer entre los pliegues de la narración. Ese es mi pacto y mi compromiso con mi espectador: intentaré captar su atención, hechizarle con mi cuento, pero siendo consciente y responsable del mensaje que en él irá implícito. Y por eso tampoco admito que nadie intente esconderse tras el “Yo sólo fabrico entretenimiento”. Resulta necio e inútil (y de alguna manera cobarde) desconocer la responsabilidad ideológica que asumimos. Nada de lo que hacemos es inocuo.