Nací en Granada en mil novecientos cuarenta y…
No hacen falta muchos más datos para saber que mi infancia y primera adolescencia transcurrió en los años 50; que durante el bachillerato (en el Colegio de los Maristas) dediqué menos horas al estudio, que las que viví en la oscura, excitante, apasionante soledad de la docena de de cines que había en mi ciudad; y que nada explica mejor lo que para mí representaban aquellas películas que lo que, en su autobiografía, cuenta Ítalo Calvino de una época similiar:
“Fue una época en la que el cine se convirtió en mi mundo; un mundo diferente del que me rodeaba, porque tenía la sensación de que sólo lo que veía en la pantalla poseía las propiedades exigidas para un mundo: la integridad, la necesidad, la coherencia…
Lejos de la pantalla solo había elementos heterogéneos agrupados al azar, los materiales de un vida, la mía, que me parecía completamente amorfa.”
A los catorce años ya andaba yo escapándome de casa (o de clase) casi todas las tardes, con mi inseparable libretita (que aún conservo) en la que apuntaba título, intérpretes, director y una breve crítica de cada película que veía, la mayoría de las veces sólo.
¿Sueños de adolescente? Sé que he compartido con casi todos los directores que conozco la obsesiva fantasía juvenil por escribir historias para contarlas en una pantalla de cine, aunque puedo asegurar que para un chico de provincias de finales de los cincuenta, nada podía parecer más utópico.
Y, sin embargo, lo conseguí.
Estudié Preuniversitario (actual COU) en el Instituto Padre Suárez; allí, nuestro profesor de Literatura, José Martín Recuerda, me animó a participar en diversos grupos de teatro; ese fue mi primer contacto con la dramaturgia y la interpretación. Pero en materia cinematográfica mi formación, en aquellos años, era absolutamente precaria; lo único de que disponía era La Historia del Cine de Georges Sadoul (que solo conseguí en francés) un par de tratados de S. Esenstein y las revistas Cahiers de Cìnema, Film Ideal y Nuestro cine, que yo devoraba en la biblioteca de la universidad.
Si he de ser sincero, lo que fijó mi determinación a alcanzar aquél inverosímil sueño fue un viaje a París que realicé en 1962; un par de semanas en casa de una novia del verano anterior, que me permitió ver tres películas fundamentales: “Los cuatrocientos golpes”, de François Truffaut, “Hiroshima mon amour”, de Alain Resnais y sobre todo “À bout de souffle”, de Jean Luc Godard, que justo se estrenaba en aquellos días. Esas tres películas, junto con “Vértigo”, de Alfred Hitchcock forjaron mi irrevocable resolución.
En 1963, estudiando segundo de Derecho, insinué a mis padres mi proyecto de abandonar esos estudios para dedicarme al cine, y su respuesta, como ya esperaba, fue una contundente negativa.
Así que apreté los labios y me lancé a por todas.
La Escuela Oficial de Cinematografía era nuestro Hollywood; de allí habían salido Berlanga, Bardem, Saura, Camus... Me enteré de que los exámenes de ingreso en la especialidad de Dirección, cuatro, eliminatorios, empezaban a mediados de Septiembre y terminaban a primeros de Octubre; que solían presentarse más de 400 candidatos; y que lo usual era que admitieran a 10 como máximo; de modo que era casi una quimera que con mi pobre cultura cinematográfica pudiese pasar más de una de las pruebas; pero nada se perdía por intentarlo. Así que mentí a mis padres pidiéndoles una pequeñas vacaciones en casa de mis abuelos (que unos años antes se habían trasladado a Madrid), durante la última quincena de Septiembre y allá que me fui.
Viajando en el expreso, llegué a Madrid la misma mañana del primer examen, con el tiempo justo para dejar la maleta en casa de mis abuelos, darles un beso, y correr hacia la Escuela de Cine.
Aún puedo recordar con toda nitidez mi entrada en el gran hall de aquel viejo palacio de la calle Génova, acobardado ante aquel gentío de acentos para mí todos tan norteños. Nos dividieron en grupos y durante todo el día fuimos pasando el primer examen, unas 50 preguntas de cultura cinematográfica.
Simplificaré: de los más de 400 que nos presentamos, pasamos al segundo examen unos 180; de esos, menos de mitad al tercero; y finalmente, unos 40 fuimos citados para el cuarto, un examen oral que se celebró un día antes de que yo tuviese que volver a Granada.
En aquellas jornadas, yo había hecho amistad con otro de los “opositores”, un taciturno donostiarra, que parecía tan despistado como yo, Ivan Zulueta; fuimos juntos al cine varias veces, y el día antes de mi vuelta a casa le dejé mi teléfono para que me avisase en el improbable caso de que yo pasase la última prueba.
Cuatro días después, ya a primeros de Octubre, Iván me llamó.
“Oye, que hemos pasado los dos. Hemos entrado ocho”.
Verdaderamente increíble. Pero lo había conseguido.
Ahora, el gran dilema. Dos días antes habían comenzado las clases en la Facultad de Derecho. Medité el asunto durante toda la mañana.
Finalmente me decidí.
Hablé con mi madre: estaba resuelto a no perder aquella oportunidad; tenía ya más de 18 años, de modo que, con o sin la autorización de mis padres, me iría a Madrid a estudiar en la Escuela de Cine.
No llegué a hablar con mi padre; fue mi madre la que me trasmitió su decisión: dejar la carrera de Derecho le parecía una locura en la que no pensaba participar; aunque tampoco me lo iba a prohibir; si decidía marcharme de casa, él no iba a enviar a la Guardia Civil tras de mí; aunque, eso sí, tendría que valerme por mí mismo; incluso iba a pedir a sus padres que no me permitiesen vivir en su casa.
Y así fue como me inicié en el cine.
Aquí una elipsis para resumir lo que fue mi vida hasta final de los 60.
Los estudios en la Escuela eran totalmente gratuitos, pero como tanto éstos como las numerosas prácticas filmadas eran muy caras y el Ministerio solo permitía tres cursos, la mayoría de los alumnos optaban voluntariamente por repetir el primero. Eso, más el haber perdido un año por culpa de la mili (entonces obligatoria) me hizo prolongar mi estancia en la Escuela de Cine hasta 1970.
Mis dos primeros años en Madrid fueron bastante problemáticos. Viví en diferentes pensiones, un par de veces compartiendo habitación con desconocidos, (en ambos casos viajantes de comercio) y aunque recibía un pequeño giro mensual de mi madre, teóricamente secreto, (más tarde supe que el dinero lo ponía mi padre) eso apenas me daba para pagar la pensión y el transporte. Me ayudaba con diferentes empleos: limpié escaparates, actué durante unos meses como figurante en el Teatro Español e incluso embauqué a un grupo de chicas para que me pagasen clases de guitarra en su colegio mayor.
Finalmente, llegué a un pacto con mi padre: si prometía terminar la carrera de Derecho, aunque fuera por libre, él permitiría que comiese y cenase en casa de mis abuelos y me pasaría una dotación económica, si no abundante, al menos suficiente.
Tras trabajar como auxiliar de dirección en diversas películas españolas y extranjeras (sin paga oficial aunque con una gratificación semanal a criterio del Jefe de Producción), en 1970 conseguí que me contrataran como Realizador Publicitario en los Estudios Moro.
Aquello me gustó.
Y allí fue donde realmente comencé a aprender el oficio.
Tengo que reconocer que en la Escuela de Cine, (al menos en los años en los que yo estuve en ella) si bien la enseñanza teórica estaba relativamente orientada, la práctica era no solo insuficiente sino, lo que es peor, descabelladamente diseñada: te daban 100 o 600 metros de película (dependiendo de si eran prácticas bimestrales o anuales) y un equipo de filmación obsoleto, y te abandonaban a tu suerte, sin que nadie te enseñase prácticamente cómo se planificaba, se movía la cámara o se dirigían los actores.
Por eso, el disponer en los Estudios Moro de un auténtico equipo moderno y contar durante las dos o tres primeras semanas con el asesoramiento de profesionales como los hermanos Moro, resultó para mí impagable; aquellas mininarraciones de 30 o 60 segundos te obligaban a adoptar una disciplina narrativa en la que, si eras un poco hábil, progresabas rápidamente; aparte de que durante los 9 meses que permanecí en Los Estudios Moro, recibí, al fin, una paga honrosa.
En 1969 terminé la licenciatura en Derecho (que jamás he utilizado).
Y en 1970 conseguí que me contrataran como productor-realizador en una agencia de publicidad internacional. Adquirí un cierto prestigio que me empujó a consistentes mejoras laborales en otras dos agencias internacionales hasta que en 1974 me independicé, abriendo mi propio estudio de rodaje. Desde entonces he logrado simultanear la realización de spots publicitarios con la dirección de algunos cortos y unos cuantos largometrajes.
Y a partir de aquí creo que mi historia se centra en mis películas.